Durante años me esforcé por encajar en un molde que no se había hecho para mí. Acepté trabajos donde sentía que debía disfrazarme, donde mi esencia se diluía entre estructuras y jerarquías, entre rutinas que me adormecían el alma. Pensaba que era lo correcto, que eso era “ser adulto”, “ganarse la vida”, como si la vida hubiera que ganársela.
Había algo en mí que gritaba en silencio, que se resistía sin fuerzas. No entendía por qué me sentía tan vacío si estaba haciendo todo “como debía”. Hasta que empecé a ver que ese camino no lo había elegido yo. Lo habían elegido por mí: la sociedad, el miedo, la necesidad de aprobación.
Cada jornada era una pequeña renuncia. Me decía que algún día llegaría el momento de hacer lo que realmente amaba. Pero ese día nunca llegaba, porque uno no se libera esperando: se libera reconociendo que ya no puede seguir negándose.
Tuve que atravesar la culpa de salir del camino marcado, el juicio de quienes no entendían. Tuve que sostener mi propia decisión aun sin saber hacia dónde me llevaba. Pero cuando solté aquel trabajo que no era para mí, algo dentro empezó a respirar.
No fue fácil, pero fue verdadero. Y lo verdadero tiene su propia luz, aunque al principio duela. Ese paso abrió el portal hacia lo que realmente había venido a hacer. Ya no se trataba de trabajar por sobrevivir, sino de recordar por qué estaba vivo.