Durante mucho tiempo, creímos que el ser humano era un ente indivisible, cuya biología y conciencia eran inseparables. Pero a medida que exploramos más profundamente, descubrimos una verdad más sutil: el cuerpo humano puede funcionar como un sofisticado robot biológico, mientras la conciencia que lo habita proviene de una Fuente superior, espiritual, eterna.
Nuestro sistema nervioso, nuestra memoria, nuestras reacciones instintivas… todo responde a patrones programables, heredados y aprendidos. En ese sentido, somos máquinas de hábitos, condicionamientos, impulsos. Un cuerpo que respira, camina, reacciona. Pero lo que realmente nos define no es la máquina, sino la energía que la anima.
Esa energía es la Conciencia. Y cuando esta se conecta con la Luz, con la Gran Unidad, el humano deja de ser solo un mecanismo biológico para convertirse en un Ser Espiritual. Es entonces cuando despertamos, cuando dejamos de actuar en modo automático, y empezamos a vivir desde la intención, la coherencia y el Amor.
Entender esta distinción nos libera. Nos permite observar nuestras reacciones como procesos programados, y elegir si queremos seguir repitiéndolos o transformarlos. Nos recuerda que no somos el cuerpo, ni los pensamientos, ni el pasado. Somos el que observa, el que elige, el que puede conectar con la Fuente y dar sentido a su existencia desde lo más alto.
El robot puede estar limitado, pero el Ser Espiritual es libre. Y cuando ambos se alinean, cuando el cuerpo se convierte en instrumento del Alma, surge la verdadera alquimia de la vida encarnada. Una danza entre la materia y el Espíritu, entre la tierra y el cielo, donde todo cobra sentido.