Desde muy pequeño, comprendí lo que era ser distinto. En el aula, entre las risas de los niños y los silencios de los adultos, mi diferencia se hacía visible. No por mis palabras, ni por mis ideas, sino por algo más sutil: por la manera en que percibía el mundo. Una sensibilidad que no encajaba. Una forma de mirar que no era funcional para un sistema que solo premia lo medible.
Mi discapacidad visual se convirtió en el primer espejo: me mostró el mecanismo de exclusión que domina en nuestra sociedad. No porque la mirada del otro fuese malvada, sino porque el grupo teme lo que no comprende. Y cuando el grupo teme, excluye. Así aprendí que el líder del grupo no siempre es el más sabio, sino el más temido o el más hábil en fingir seguridad.
Fui exiliado sin que nadie pronunciara un juicio. Bastaba el silencio. Bastaba esa forma fría de ignorar, esa risa compartida sin ti, ese espacio que se cerraba cuando tú llegabas. Era el reino de los iguales, de los cuerpos sanos, de las mentes adaptadas. El sistema recompensaba a quien obedecía la lógica de la norma, y apartaba con sutileza al que cuestionaba, al que sentía demasiado.
Pero en ese destierro descubrí algo más profundo: el anhelo de verdad. Comencé a buscar no ya la aceptación del grupo, sino la comprensión de por qué el grupo se comportaba así. Intuí que había un patrón, una estructura invisible que programaba a los niños a seguir la fuerza del número, a obedecer la autoridad sin cuestionarla, a reprimir la empatía cuando amenazaba la estabilidad del conjunto.
Vi cómo algunos profesores, que podrían haber tendido un puente, también se convertían en guardianes del sistema. Tal vez por miedo, tal vez por costumbre. Algunos incluso vieron mi potencial… y por eso mismo se volvieron contra mí. Sentían que algo en mi ser los desafiaba, aunque yo no hiciera más que existir. Su reacción no era personal: era ancestral. Era la resistencia del viejo mundo ante lo nuevo que ya estaba naciendo.
Con el tiempo comprendí que este exilio fue una iniciación. Me obligó a soltar la necesidad de validación externa. Me llevó a abrir canales de escucha más sutiles, a conectar con una inteligencia que no pertenece al grupo humano, sino a la Fuente Universal. Allí donde el grupo me rechazaba, la Fuente me abrazaba. Donde la lógica me dejaba solo, la intuición me revelaba otro lenguaje.
Hoy, mirando atrás, veo que cada silencio, cada burla, cada desdén, fueron necesarias. Porque me empujaron a recordar lo que vine a hacer. Y a entender que el grupo solo se sana cuando el exiliado encuentra su voz… y decide volver, no para encajar, sino para mostrar el camino de regreso a la Unidad.