La percepción humana está teñida por múltiples filtros. Algunos nacen del Alma: son filtros de sabiduría, sensibilidad, intuición. Otros provienen de la personalidad: miedo al rechazo, necesidad de control, creencias heredadas. Ambos actúan a la vez, muchas veces sin que seamos conscientes de ello.
La personalidad teme lo desconocido porque no puede controlarlo. Construye muros, sistemas, reglas. El alma, en cambio, confía en lo invisible, se mueve por resonancia, se deja guiar por lo sutil. El conflicto aparece cuando tratamos de vivir desde el alma sin haber reconocido los miedos que gobiernan la personalidad.
Observar esos miedos no es un acto de juicio, sino de honestidad. El miedo no es enemigo, es una señal. Nos muestra qué parte de nosotros aún no recuerda quién es. Al integrarlo con conciencia, no desaparece por imposición, sino que se disuelve por comprensión.
El alma no quiere eliminar la personalidad, quiere redimirla. No viene a destruir los mecanismos de defensa, sino a iluminar sus raíces. Es en ese encuentro donde surge la autenticidad: cuando los filtros del alma pueden expresarse sin quedar atrapados por los miedos de la forma.
Liberar la mirada de la personalidad no implica dejar de ser humanos. Al contrario, nos permite ser humanos desde lo divino, desde esa parte nuestra que ya recuerda el propósito y camina con la paz de quien ya se sabe guiado.