No siempre fue el mundo exterior quien más ruido hacía. A veces, el obstáculo más sutil y persistente hablaba con mi propia voz. Esa voz interior, que en apariencia buscaba protegerme, era en realidad la herencia del juicio colectivo, programada para dudar de todo lo que naciera de lo profundo.
El escéptico interno se disfrazaba de prudencia, de lógica, de sentido común. Me decía: "Eso que sientes no es real", "¿Quién te crees que eres para intentar algo así?", "Nadie te va a entender". Era la voz del miedo aprendida, del condicionamiento ancestral que prefiere lo conocido, aunque duela, a lo desconocido que podría liberarnos.
Durante mucho tiempo le creí. Pensé que esa duda era inteligencia. Que frenarme era madurez. Pero luego vi que no era así. Vi que cada vez que esa voz ganaba, una parte de mi alma se encogía. Que tras esa duda no había sabiduría, sino una programación que me alejaba de la Fuente.
Empecé a desafiarla. No con violencia, sino con compasión. Le pregunté de dónde venía, qué temía, a quién estaba intentando proteger. Y descubrí que ese escéptico era solo un niño herido que había aprendido a no confiar para no volver a sufrir. Un guardián confundido, atrapado en un papel que ya no necesitaba interpretar.
Al abrazar esa voz, sin obedecerla, comenzó a transformarse. Ya no era un juez, sino una parte de mí que también quería sanar. Comprendí que el verdadero coraje no es callar la duda, sino seguir caminando con ella a mi lado, sabiendo que la luz interior es más real que cualquier sombra prestada.
Hoy, el escéptico interno ya no me domina. A veces murmura, a veces susurra… pero ya no tiene el poder de frenar mi paso. Porque ahora sé que esa voz también está regresando conmigo a la Unidad.