Después de dejar atrás todo lo que no era yo, comenzó un proceso silencioso pero profundo: el despertar de la autenticidad. No fue un estallido repentino, sino una revelación que vino en oleadas, a veces dulces, a veces dolorosas. Empecé a reconocer mi verdadera voz entre el ruido de las voces prestadas.
Me di cuenta de que ser auténtico no era simplemente “mostrarme como soy”, sino recordar quién era antes de haber aprendido a esconderme. Cada gesto espontáneo, cada palabra sincera, cada acto alineado con mi sentir era un paso de regreso a mí mismo.
Descubrí que la autenticidad no busca aprobación ni necesita explicación. No es una bandera que se agita, es una llama que se enciende dentro. Es vivir en coherencia incluso cuando cuesta. Es decir sí cuando lo sientes, y no cuando es necesario, aunque duela.
Este despertar fue también un reencuentro con la inocencia: la del niño que alguna vez fui, el que no fingía, el que creaba sin miedo al juicio. Me vi abrazando al que se había perdido para poder sobrevivir. Y sentí que la vida misma comenzaba a responder desde otro lugar.
Porque cuando uno se vuelve verdadero, el universo entero ajusta su frecuencia para encontrarse con esa verdad. Y lo que antes parecía inalcanzable, empieza a llegar sin esfuerzo. No porque se luche por ello, sino porque ya no se le está negando.