El Alma no se Vende

Vivimos en un mundo donde casi todo se puede comprar o intercambiar. Donde el valor de algo suele medirse en función de su utilidad, su precio o su reconocimiento público. Pero hay algo que permanece intacto más allá del mercado, más allá del éxito y más allá de cualquier tentación: el alma.

El alma no se vende. Porque no es una posesión, ni una mercancía, ni un medio para conseguir otra cosa. El alma es lo que somos, nuestra chispa divina, nuestra huella eterna en la Gran Unidad. Y cuando alguien intenta vender su alma —ya sea por fama, por pertenencia, por miedo o por comodidad—, no la pierde realmente, pero sí se desconecta de su esencia. Se adormece. Se aleja de su propósito.

A lo largo del camino, se nos presentan muchas pruebas sutiles. Algunas con apariencia de oportunidades doradas. Pero detrás del brillo, a veces se esconde la renuncia a lo más valioso: nuestra autenticidad, nuestra verdad, nuestra integridad. He sentido esa tensión. He tenido que decir "no" donde todo el mundo decía "sí". He preferido perder lugares, personas y promesas, antes que perderme a mí mismo.

Porque uno puede tardar años en reencontrar el hilo de su alma si lo corta. Puede construir imperios externos mientras por dentro se vacía. El precio de traicionarse es más alto que cualquier recompensa temporal. El alma siempre llama, siempre espera… pero no grita. Y si la silenciamos demasiado tiempo, lo que florece no es vida, sino vacío.

Hoy sé que cuidar mi alma es cuidar mi conexión con la Fuente. Y eso implica decisiones concretas, compromisos invisibles, lealtades internas que nadie más ve. Pero esa fidelidad silenciosa es la que sostiene mi paz. Porque el alma no se vende. Se honra. Se escucha. Se sigue.

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